Las respuestas a estas preguntas son seguramente la misma: no. Pero con matices. La mejora varietal de la vid, dando por hecho (con un punto de vanidad) que ahora tenemos mejores uvas, sigue dos vías principales: la propia evolución que marca la naturaleza y la generada por la influencia del hombre. Las vides actuales proceden por un lado de la propagación natural a través de sus semillas, lo que implica un intercambio genético que da lugar a individuos parecidos, pero no iguales a las semillas madres o hermanas. Ese, y por otro lado las mutaciones naturales (que por ejemplo dieron lugar a las variedades blancas), fueron el banco varietal del que se alimentó el viticultor inicialmente, escogiendo de entre las vides aún silvestres las que más y mejores frutos daban.
Este sistema de propagación por semillas fue del gusto de los científicos, sobre todo cuando aprendieron a cruzarlas en laboratorio y a elegir los caracteres de cada casta que más les gustaban. De ahí nacen muchas variedades de uva de mesa, como la Italia o la Cardinal, o de vinificación, como la Garnacha Tintorera (Alicante Bouchet). También tienen su origen en esta técnica la mayoría de portainjertos que dieron solución al ataque de la filoxera a la raíz de las viníferas. Richter 110, Paulsen 1103, Rugeri 140, 161-49 Couderc, conocidos por todos, homenajean a los entomólogos que hace más de un siglo los crearon hibridando diferentes vides americanas. Incluso se ensayaron híbridos de producción directa uniendo vitis americanas y viníferas, con grandes resistencias a enfermedades pero mala calidad de las uvas. De ahí su prohibición.